Cuento para Loise
Cuento para Loise
Loise era una niña con los cabellos más hermosos que pudieran existir en la cabeza de otras niñas. Tenía una cara angelical y sus ojos café oscuro vislumbraban una magia infantil muy agradable. En su boca podían verse todavía algunos dientes de leche que comenzaban a aflojarse y a crear molestias en las encías de la niña. Estaba un poco chimuela pero su sonrisa encantaba a quien accidental o intencionalmente la veía. Su mundo era un sueño en el que había vivido por más de cuatro años. Ella disfrutaba, como todos los de su edad, entretenerse jugando desde la mañana hasta la noche, cuando su cuerpo agotado se quedaba tirado en la cama como abandonado.
Loise siempre platicaba con las piedras, con los insectos y las aves; con las paredes, con las camas y las almohadas; con los roedores, con los perros y los gatos; con el cielo, con las nubes, con las estrellas y la luna; pero sobre todas las cosas platicaba con su amigo Jitomate: el de la cara de limón y los ojos de naranja, el que tenia boca de melón y cuerpo de sandía con manos de vaso y pies de zapato. Jitomate se sentaba todas la noches a escuchar a Loise y ella le platicaba de sus aventuras del día. Jitomate la escuchaba atentamente y mostraba interés en sus historias. Antes de que Loise quedara tendida en la cama, sin energía alguna para seguir corriendo y gritando, Jitomate siempre le daba un abrazo y un besito en la frente como despedida, pero nunca hablaba.
Una noche, Loise se cansó de contarle todo a Jitomate y le exigió, que desde ese día en adelante, él debía de platicarle también las travesuras que hacía. Loise comenzaba a tener la sospecha de que Jitomate o no existía o era mudo porque jamás recordaba haber escuchado alguna palabra de él. Esa noche, después de que Loise le hizo aquella sugerencia a su queridísimo amigo, Jitomate la vio pero no dijo nada, sólo encogió sus brazos de vaso y se fue dándole a Loise un beso en la frente y un abrazo como de costumbre.
A la mañana siguiente, Loise escuchó la voz de alguien que llamaba su nombre desde algún lugar (podría ser alguien en la sala). La voz era demasiado chillona y no la reconocía. “Qué voz tan desagradable” –pensó Loise–. Pero no hizo caso aunque la voz estuviera repitiendo su nombre una y otra vez. Loise tomó su almohada, la colocó sobre sus oídos y se envolvió nuevamente con su cobertor de plumas de cisne. Durmió por otras horas más y cuando abrió los ojos, la voz chillona continuaba pronunciando su nombre: ¡Loise! ¡Loise! –se escuchaba insistentemente. Al advertir que esa voz continuaría, la niña se levantó, salió de su cuarto y se dirigió a la puerta principal para saber quién la llamaba. Para sorpresa de ella, no había nadie que estuviera llamándola ni en la sala ni afuera de la casa. Ella creyó que pudo haber sido parte de su sueño, así que sólo regresó a su cuarto, pero escuchó otra vez la voz: ¡Loise, acércate! Se espantó un poco; alguien había entrado en su habitación. Movió la cabeza en todas direcciones para descubrir dónde estaba el intruso, pero, su búsqueda no dio ningún resultado. La habitación quedó en completo silencio y Loise quedó totalmente desconcertada por no saber quién había estado llamándola insistentemente y justo cuando quiso saber quién era, había desaparecido. Loise se acostó nuevamente y después de unos minutos abrió los ojos pero el sol ya no estaba y, ahora, todo lo que podía ver era la negra noche iluminada por las lámparas de cristal en su patio que divisaba desde el balcón de su ventana. Se durmió otra vez recordando que alguien la había llamado.
¡Loise, levántate! –gritó alguien y esa frase hizo que la pequeña despegara sus párpados largamente abrazados. Creyó ella que nuevamente la acosaba la vocecita que había escuchado hace acaso algunas horas pero lo cierto era que su madre la llamaba para el desayuno. Vio que unos rayos delgados de sol como su cabello traspasaban el casi invisible cristal puesto en la ventana de su recámara. Recordaba claramente que alguien que no era su madre la había llamado y buscó como si lo hubiese hecho en algún momento pero todo estaba tan tranquilo y tan igual como siempre. Podría decirse que lo había soñado porque los indicios de una presencia ajena eran nulos. Bajo la cama de madera buscó sus sandalias de jirafa. Por alguna razón, recordando que le hizo falta buscar debajo de la cama a ese alguien imaginado o real, agachó la cabeza otra vez sin encontrar nada.
Desayunó y quiso regresar a su cuarto por la insistencia de encontrar al dueño de la voz chillona que la despertó y era responsable de su temor y a la vez intriga por creer que un intruso habitaba su pequeño mundo dentro de su cuarto. Atravesó la puerta de su habitación queriendo encontrarlo pero todo estaba igual. Tomó una de sus muñecas de su estante grandísimo y comenzó a jugar hasta que olvidó al dueño de la voz chillona. Las manecillas del reloj se movieron aceleradamente y el día se tornó noche casi instantáneamente. Loise no notó este hecho puesto que para ella la sustitución de la noche por el día le daba lo mismo. Cuando por fin concluyó con su juego, del sol sólo quedaba una luz tenue que perdía claridad con el paso de los minutos dejando una mancha escarlata en las nubes lilas de algodón. Los bostezos de Loise se acrecentaron hasta que nuevamente, antes de que sus ojos se cerraran, apareció Jitomate, a quien Loise le platicó de su rara experiencia con una voz que la llamaba y que en realidad no era nada. Su amigo, con la sonrisa de melón, la veía como siempre y, cuando la pequeña no pudo mantener abiertos sus ojos por más tiempo, la abrazó y le dio el beso de despedida en la frente.
¡Loise, levantate! ¡Vamos a Jugar! ¡Loise, levantate! La vocecita chillona volvió a escucharse. Loise abrió los ojos y, mientras aclaraba su visión, pudo ver que cerca de sus pies un hombrecito de su estatura estaba sentado. La pequeña dio un salto hacia atrás porque le sorprendía que su amigo Jitomate la estuviera llamando.
–¡Hablaste, hablaste! –gritó Loise sobresaltada, luego de recuperarse del susto. Tú eras quien me estuvo llamando, reconozco tu voz chillona. Me asustaste mucho y ahora me despiertas de mi sueño. No quiero jugar, estoy muy cansada. Quiero dormir. Ahora cuéntame un cuento para dormir. Quiero que me cuentes un cuento.
–Yo no quiero contarte cuentos, quiero jugar. Levántate, salgamos al patio a correr, persigamos mariposas, recojamos hojas.
–No. Ya es muy tarde y mañana me tengo que levantar para jugar con mis muñecas. Me despertaste y ahora me tienes que ayudar a dormir.
Jitomate se rascaba la cabeza de limón y sacudía sus cabellos de elote. La mirada tierna de Loise y su sonrisa de dientes chimuelos lo convencieron. Pero antes de comenzar con la historia, Jitomate le dijo a Loise que la historia que estaba a punto de escuchar era la historia más rara que ella hubiera conocido en su corta vida.
–No se me ocurre ningún cuento pero te puedo contar una historia que paso hace mucho tiempo en un pueblo lejano donde yo vivo.
Loise se acomodó en su cama mirando atentamente a su narrador tal como él lo hizo con anterioridad en las noches en que Loise estaba a punto de quedarse dormida. Con su cobertor de plumas de cisne cubrió casi todo su cuerpo dejando descubierto sólo de su cuello para arriba. Jitomate apagó las luces y de sus manos de vaso sacó una vela que proyectaba una luz danzante e iluminaba los rostros de él y de la niña. Loise, al ver que Jitomate se disponía a pronunciar su primera frase, lo interrumpió:
–Enciende la luz. Me da miedo la oscuridad. Enciende la luz y cuéntame el cuento.
Jitomate apagó su vela de un soplo con su boca de melón y puso de vuelta la vela que ahora tenía lágrimas de cera en su esbelto cuerpo. Suspiró y comenzó con aquel relato.
–Hace mucho tiempo, vivió una niña con poderes extraordinarios. Ella podía brincar los charcos de las calles de un solo brinco…
Loise lo interrumpió. –Yo también puedo hacer eso y hasta me subo a los árboles cuando juego en el patio. Esos no son poderes extraordinarios.
–Ya sé, esos no son poderes extraordinarios. No me has dejado continuar con mi relato, la historia apenas comienza.
Jitomate supo que la tarea de contarle un cuento a Loise sería algo complicado. Mientras tanto, Loise, quien se mostraba como una oyente exigente, esperaba ansiosamente el reinicio de la historia que Jitomate se inventaba.
–Como te contaba, la niña poseía poderes extraordinarios y no porque brincara los charcos de su pueblo de un solo salto; sus verdaderos poderes consistían en dar el salto más alto que pudieras imaginarte. Cuando se impulsaba parecía un ave, mejor dicho, parecía una pluma de ave que flotaba, tocaba las nubes y apenas rozaba el cielo con sus dedos de chicle para después de unos segundos caer levemente sin golpear la tierra en el otro extremo del charco.
La expresión facial de Loise cambió completamente y ahora le ordenaba a su cuenta cuentos, con apetito voraz de conocer la historia completa, que siguiera sin detenerse.
–¡Qué más! ¡Qué más! –demandaba la niña. ¿En verdad tenía dedos de chicle?
–Ah. Ese era otro de sus poderes. Y no sólo tenía dedos de chicle; además, nunca dormía.
“Te imaginas no dormir, volar libremente por los aires como las plumas y estirar tus dedos como un chicle” –dijo Jitomate. Loise lo pensó pero pidió que la historia siguiera.
–Todos los días era la misma rutina. Podría decirse que ella siempre vivía en un día que nunca terminaba. Eso le comenzó a parecer extraño a Tina porque los demás no hacían lo mismo que ella. Todos la veíamos como a un ser único en el pueblo. Pero para ella nada de lo que era capaz le importaba, era sólo una niña jugando en un mundo como el tuyo. Tina quería saber qué se sentía dormir y no tocar el cielo de un brinco y usando sus dedos de chicle.
Los ojos de Loise empezaban a pesarle y la historia no iba ni a la mitad, pero Jitomate ahora le reclamaba: “No puedes dormirte. Tengo que contarte la historia.”
–Sigue, te escucho.
–Como Tina tenía de la capacidad de mantenerse despierta, tuvo la necesidad de hablar con alguien en la noche, pero nadie, excepto los búhos, las lechuzas y los murciélagos eran los únicos capaces de oírla. Como ellos tenían asuntos de adultos, la soledad terminaba siendo su única acompañante. Pasaban los años y la niña crecía junto con su necesidad de querer experimentar lo que los demás. Ser normal era su sueño, no quería sus poderes, los odiaba. Los poderes ya no eran divertidos, dejaba de ser niña. Del pico de un halcón escuchó que en una montaña muy alta había una entrada hacia una cueva donde vivía un viejo ratón capaz de conceder cualquier deseo. Lo único que debía hacerse era entrar en la oscura cueva y darle un cacahuate al señor ratón. A Tina no le pareció nada difícil y se apuntaba a ir de inmediato, pues creyó que usando sus poderes nada sería imposible para pedirle al señor ratón que la convirtiera en una niña normal. El plan perfecto le llegó a la cabeza en milésimas de segundo: “primero doy un salto y llego a la cima; luego entro a la cueva oscura que no me será difícil recorrer porque los murciélagos me han ensenado andar en la oscuridad; y finalmente, si me canso y no me dan ganas de llegar hasta donde está el señor ratón, estiro mis dedos de chicle y le dejo su cacahuate y así seré tan normal como los otros.” Pero el búho continuó: “la única condición que el ratón pide para conceder el deseo es que no se utilice ninguno de los talentos que pudiéramos tener. Lo único que podemos utilizar son nuestras patas (o pies) y nuestra fuerza para llegar hasta él.” A tina eso no le gustó porque entonces tendría que hacer un largo viaje sin poder usar sus poderes.
Loise, quien ya no mostraba tener sueño, interrumpió nuevamente a Jitomate queriendo saber el final.
–No fue ¿verdad?
–¡Por supuesto que fue! –exclamó Jitomate. Estaba desanimada al principio pero entendió que ser normal era más importante para ella y que haría lo que fuera para conseguirlo. El halcón y una lechuza fueron sus guías. Ella caminando y el halcón y la lechuza volando. Tardó varios días en llegar. El halcón la acompañaba de mañana y la lechuza de noche. Cuando estuvo en la entrada, sus dos guías se despidieron de ella. Ahora ella continuaría el recorrido en su parte final. Tina cerró sus ojos para acostumbrarse a la oscuridad. Nunca había sentido miedo como esa tarde. Se escuchaban ruidos extraños como de animales salvajes queriendo comer. La niña estuvo a punto de regresarse y de un brinco regresar a su casa, pero no se detuvo. Caminó cautelosamente, y cuidaba el cacahuate para el ratón como a su propia vida. Después de una hora de camino, Tina vio una luz danzante y se apresuraba para llegar ya. Una sombra gigante se proyectaba en la pared de la cueva y Tina veía cada vez más cerca su sueño de ser una niña normal. El ratón estaba de pie. Cuando vio a Tina le dijo: “Te esperaba. Quieres ser normal, ese es tu deseo.” Tina quedó sorprendida porque todavía no se lo había dicho y el ya lo sabía. “¿Traes el cacahuate?” Tina asintió, lo sacó de la bolsa que llevaba consigo y se lo entregó al ratón. “No me lo des. Cómetelo.” –expresó el ratón. Tina no entendió, puso el cacahuate en su boca y lo tragó después de haberlo triturado con sus dientes. Iba a hablar para preguntarle por qué tenía que comérselo cuando sus ojos comenzaron a cerrarse y dejaba de ver al ratón y su sombra proyectada en la pared por una luz danzante.
Loise sintió que alguien la sacudía y entre sus labios balbuceaba el nombre de Jitomate. Abrió los ojos, la luz amarilla y cegadora del sol que penetraba por la ventana de su recámara no le permitía ver quién la despertaba. Después de frotarse los ojos logró distinguir a un hombre.
–Te quedaste dormida desde ayer en la tarde, ya se nos hizo tarde para ver a tu madre. Por cierto, estuviste hablando de un jitomate, una tina y un ratón ¿por qué? –preguntó el hombre.
Loise estaba completamente confundida pero recordaba las palabras y algunas imágenes borrosas todavía estaban en su memoria de corto plazo. Sin embargo, para no sonar ridícula, se limitó a responder: “No sé creo que estaba soñando” y se olvidó de ser niña.
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