Shang-Tze

Shang-Tze

La primera mascota felina que tuvimos fue un tigre. Shang-Tze, un viajero sin rumbo había venido cargándolo desde que llegó a México. Evidentemente, los primeros cuestionamientos que me hice fueron ¿cómo era posible que alguien hubiese ingresado al país sin ser descubierto con tal fauna? Y más aun, ¿no era acaso demasiado riesgoso llevar entre las pertenencias a un animal de ese tipo conociendo su naturaleza salvaje? Shang-Tze, que hablaba un poco de español, trató de relatar su llegada clandestina en uno de los barcos de carga desde su país. Conforme platicaba, en un español poco entendible, llegué a comprender que él había salido ilegalmente y del mismo modo buscaba establecerse en algún lugar del mundo que no fuese su misma patria. Por algún designio de la suerte a su favor basado en su animal del calendario chino, o algo así logré entender, Shang-Tze confiaba en que tendría éxito y se alentaba así mismo. Confiando en esa ilusión logró burlar cercos, huir sin ser perseguido, y camuflarse el tiempo suficiente hasta identificar el momento preciso para zarpar en uno de los tantos barcos de exportaciones que estaban por salir hacia varias partes del mundo. 

Mi abuelo conoció a Shang-Tze una mañana fría después de una noche helada. Estaba acostado en un rincón del corredor de la Casa Grande, donde ya no habitaba nadie pero aún seguían contándose historias sobre ese lugar. Le sorprendió ver a alguien ahí. En un principio creyó que era un montón de cacharros y harapos que la gente solía amontonar en aquella casa por su estado abandonado. Sin embargo, notó movimiento y se acercó con cierta desconfianza para averiguar qué había en ese rincón. Distinguió una silueta humana y al lado, algo un tanto más pequeño, quizá un perro. Al descubrir aquellas siluetas cubiertas decidió seguir su camino. En ese momento, el hombre debajo de los harapos se mostró y contempló a mi abuelo. Ese fue el primer saludo entre ellos.

Por aquellos parajes las únicas personas que caminaban eran los habitantes de Acútzil: campesinos ensombrerados que llevaban a cuestas sus ayates en forma de bolsas, mujeres cargando niños de algunos meses de nacidos en los rebozos. Todos eran conocidos que se saludaban a todas horas y, en muchas ocasiones, después de una plática breve durante el saludo, terminaban sentados en alguna casa como invitados a comer. La ofrenda compartida eran tortillas coloridas de maíz con algún hongo comestible y con salsas de chiles asados sobre el comal de barro al centro de una cocina de piedra. Y para pasar el bocado había pulque servido en jarros de un barro oscuro o tés de hierbas con aromas que perfumaban el ambiente mezclado con leña de encino. La presencia de Shang-Tze, no pasó desapercibida cuando algunas personas se encontraron a mi abuelo con él, pero llamó más la atención ver que en una bolsa de tela raída Shang-Tze llevaba un animal nunca visto por las personas de Acútzil. 

Mi abuelo invitó a Shang-Tze a su casa. Una vivienda hecha con bloques de adobe y un techo alto de tejas anaranjadas. Afuera de la casa estaba la cocina de piedra y desde antes de entrar podía verse el humo saliendo por las rendijas que quedaban entre las piedras y las láminas de cartón. Shang-Tze buscó un lugar donde dejar a su cachorro. Mi abuelo le sugirió atarlo a un árbol de manzanas criollas. Después del desayuno, mi abuelo y su invitado tomaron el sol de medio día junto a una planta de nopales que por esa temporada ya tenía tunas moradas. Yo estaba al lado de mi abuelo, escuchando el relato de la travesía de Shang-Tze. Mi abuelo tenía que ir a su milpa, cargar los burros con mazorcas y rastrojo así que se levantó e y le hizo la invitación al hombre de ojos rasgados. Shang-Tze comentó que prefería no ir. Seguía cansado. Mi abuelo le ofreció estancia por si deseaba quedarse y dejó indicaciones para que a su huésped se le atendiera lo mejor posible. Yo acompañé a mi abuelo.

Para el atardecer, mi abuelo y yo regresábamos con los burros cargados con más que mazorcas y rastrojo. Al llegar a la casa, el olor del encino quemado nos pegó de frente en forma de humo saliendo de la cocina. El frío ya empezaba a sentirse y en el cerro podía verse una capa espesa de niebla. Bajamos la carga, empezamos a acomodar el rastrojo, que era el alimento de los animales de carga, y nos dirigimos hacia el interior de la casa. Mi abuelo preguntó por Shang-Tze pero sólo le dijeron haberlo visto entre los magueyes. Hasta antes de nuestra llegada, nadie había notado su ausencia. Sus cosas seguían en el lugar que mi abuelo le había asignado así que creímos que debía de estar cerca y regresaría para la cena. 

La noche ya había caído y no había indicios de que Shang-Tze regresara. El quinqué ya llevaba más de media lata de petróleo consumido. El frío se hacía cada vez más intenso afuera. Oímos ruidos. Mi abuelo tomó el quinqué y salió creyendo que quizá fuera su invitado. No había nadie. El ruido continuaba y nos acercamos al lugar de donde éste provenía. Era el burro que se mostraba inquieto. Mi abuelo alumbró alrededor pero no pudo distinguir nada fuera de lo normal. Regresamos al interior de la casa y nos dispusimos a descansar. Casi todos dormían, a mí los ojos se me cerraban y mi abuelo bostezaba en repetidas ocasiones. Finalmente, me quedé dormido y no volví a saber nada hasta la mañana siguiente. Vi a mi abuelo sosteniendo un cachorro de tigre. Al verme sonrió y tuvimos al tigre hasta el día en que su amo regresó.


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