Mérida
Mérida
Aquella mañana, la visibilidad en el camino era limitada. Al salir de casa y caminar sobre el césped, se podía observar cómo quedaban impregnadas las gotas de rocío sobre la superficie de los zapatos sin lustrar. La piel oscura del calzado absorbía la humedad y había una sensación de frío en los dedos de los pies. A lo largo del camino, mientras caminaba a prisa para llegar antes del toque del timbre de la escuela, la neblina opacaba su visibilidad. Sentía la humedad en su rostro. Pequeñas partículas de agua se adherían a sus pestañas y sobre el vello que crecía en sus brazos. Leyó el tiempo en su reloj de pulsera y se apresuró cuando ya quedaban tan sólo un par de minutos para el toque de entrada. Al llegar saludó a Rossy que siempre le sonreía y le recordaba nuevamente que debía ser más puntual, algo que jamás pudo ser.
Al llegar al salón, ya estaban muchos de sus compañeros. Jota, como la llamaban todos, estaba junto a la ventana. Tenía la mirada puesta en algún punto del horizonte, quizá mirando el lugar de donde venía. Sólo noto su cabello oscuro largo y por primera vez vio que no era tan alta como la imaginaba. Frente a ella, Lila platicaba con otras compañeras, era el centro de atención y hablaban de amoríos y se mostraban las cartas que algún enamorado de ellas les enviaba de vez en cuando. Al final de una esquina, estaba el personaje antagónico a Lila. Todos los varones estaban a su alrededor, y la conversación iba en sentido contrario del de los amoríos. En la esquina de los varones, se hablaba de deseos que pasaban por encima del lado rosa de los amoríos. Al ver la concurrencia al final del salón, dejó su bolso con libros y se unió a la pandilla.
Había ya quince minutos de retraso. La clase aún no había empezado. Mientras seguía la espera, en los dos bandos había risas, miradas de compasión, espectadores atentos a cada detalle contado. De repente, todos regresaban a sus lugares. Sobre la plataforma elevada unos diez centímetros por encima del suelo estaba ella. Cabello castaño rizado, ojos marrones, cejas pobladas, su piel canela, estatura por encima del promedio en una mujer y el aroma a azahares de naranjo que la delataban todo el tiempo. Puso sus utensilios sobre la derruida mesa gris cuya superficie posterior de madera se despedazaba día a día. Miró por la ventana del lado opuesto por el que Jota miraba hacía unos minutos. Vio la tierra café, un poco de maleza y los árboles tropicales que daban una sombra capaz de eclipsar casi por completo la luz natural del sol. Su mirada al exterior fue breve. Ahora los veía a todos sentados. Algunos todavía estaban murmurando cosas entre ellos. Con su mirada, el silencio reinó.
Él la miraba desde la tercera fila de bancas grises. Estaba atento. El frío de los pies había desaparecido. Había olvidado la mirada de Jota a través de la ventada que daba al pequeño recinto teatral de la escuela. De la conversación anterior con sus compañeros le quedaban algunos detalles rondando en su pensamiento. Ahora se enfocaba en escucharla. Estaba en lo alto de la plataforma. Comenzó a hablar. Relataba la historia de los “Tres consejos”. Él imaginaba al hombre de la narración casi mudo por su temor; la muerte de los que desobedecieron no seguir el camino sugerido; finalmente, la rabia disuelta al oír de los labios de su esposa, lo que no habría imaginado. Su estado era sublime. Sabía que podía imaginar.
Mérida estaba a su lado. Él la veía de reojo; nunca se atrevía a mirarla fijamente. Nunca supo que era capaz de crear historias como las que oía desde la plataforma, de la voz de la maestra. Por ignorar eso, no podía acercase a Mérida. Sabía que ella adoraba las historias, por eso se había propuesto atender a cada una de las narraciones y descubrir qué había de extraordinario en escuchar palabra tras palabra. Comenzaba a estar consciente de que desarrollaba su imaginación. Podía verse dentro de las historias. Era apenas el comienzo de su conciencia por esta rara habilidad. La narración de la segunda historia daba inicio.
Habían pasado apenas unos veinticinco minutos desde que ella había llegado al salón de clases pero él tenía la impresión de que llevaban ya más de una hora. Durante esta clase, la relatividad del tiempo siempre fue bondadosa, lo era mucho más cuando iniciaban las historias, como en el instante en el que se acaba de anunciar una segunda historia. Afuera, el día se mostraba nublado y un viento ligero, que apenas movía unas hojas, acariciaba el inicio del día. Él escuchaba atentamente dentro del salón.
Con los detalles que iban dándose de la historia, apareció de pronto una mujer en su imaginación. La dibujó como a ninguna otra persona. Piel clara, de facciones finas y cabello lacio oscuro. Pensó en Jota, pero ella era apenas una adolescente. La mujer que imaginaba estaba más allá de sus veinte. Su vestido era de telas sedosas, blancas. Dormía sobre una cama amplia de sábanas claras, acompañada de almohadas exageradamente suaves. Le veía acostada, con los ojos cerrados, quizá dormía.
Vio la imagen del esposo. Un hombre menudo, con un bigote bien recortado quien la miraba preocupado. Había pasado ya muchos días en esa cama. Apenas podía levantarse para hacer lo más básico para cuidar de su persona. No tenía fuerzas, nunca tenía fuerzas. El esposo se preguntaba si había valido la pena conseguir todo lo que alguna vez soñaron y comenzar a sentir que la perdía.
Él no tenía la menor idea de lo que ocurría con aquella mujer y su esposo. Pero seguía atento, sintiendo cómo se iba creando una atmósfera de tensión con cada palabra, cada secuencia de acciones. Cuando estaba en la parte climática de la narración, sintió que el mundo comenzaba a girar. Se asió de su banca aferradamente para evitar que el mundo lo derribara por su movimiento brusco. Entonces comenzó a ver alrededor. Todo giraba desde donde estaba. Creyó que era él, pero pronto notó el correr de los demás. Oyó gritos de horror. Buscó en la plataforma. Ella había desaparecido. Ni un indicio de su paradero. A tientas, sosteniéndose de las paredes, logró atravesar el umbral de la puerta y se vio afuera junto a todos. Seguía en shock. Había personas corriendo por todas partes. Caminó. Sobre el pasillo vio a Jota y a Lila. Las dos se abrazaban mientras lloraban juntas. Buscaba a alguien más. Entre tantos, no encontró a Mérida tampoco. Jass estaba en pánico. De pronto apareció ella y le abrazó. El pequeño Jass, ahora la veía como lo que era, como su madre. Él regresó por donde salió. Continuó su búsqueda por Mérida. Se imaginaba abrazándola y diciéndole que todo estaría bien. Pero no la volvió a ver.
***
El paso del tiempo le había llevado a un lugar remoto. Sus recuerdos de aquel incidente cuando cursaba el primer grado de secundaria se encontraban inertes en algún lugar de su memoria. Seguía imaginando mundos y viajando por ellos por medio de las páginas de los libros que llegaban a sus manos. Una mañana de domingo, mientras estaba sentado sobre el sofá con cubierta de vinil púrpura, iniciaba la lectura de un relato nuevo y tuvo la impresión de conocer cómo se desarrollaría la historia. Continuó leyendo con la idea ya sembrada de que había algo peculiar en esa narración. Al término de ésta, sólo se le dibujó una sonrisa de decepción. Parecía que su pasado le jugaba una ligera broma. Dejó el libro sobre el sofá. Se acercó a la mesa donde ya estaba esperándole el desayuno. Miró su plato. En ese momento imaginó su memoria como una pieza gigante de hielo en la que se encuentran encerrados objetos de todo tipo y comienza a derretirse liberando esos objetos. Cada objeto que se libera de esa pieza amorfa de hielo es un recuerdo que lo remonta a un pasado oculto en lo recóndito de su ser. Y recuerda a todos, excepto qué fue de Mérida. Recuerda sus lunares, los puntos que se hacían en sus mejillas cuando sonreía, su voz aguda, su coleta de cabello castaño y su inteligencia. Come lentamente, se le ve distraído.
Como era de esperarse, pasaron días antes de que retomara nuevamente el libro que había dejado sobre el sofá. El cuento siguiente le hizo imaginar una inundación que había ocurrido en realidad hacía unos trece años. Ocurrió unos meses posteriores a la desaparición de Mérida. Recuerda haber salido a caminar en la mañana. Vio gente correr con bolsas de víveres pero no entendía por qué. Fue hasta el momento en que las calles se llenaban de agua, incrementando su nivel vertiginosamente que lo comprendió y comenzó a correr en sentido contrario. Avisó. Todos empezaron a conseguir víveres también. El fenómeno fue devastador en toda la región. Ahora parecía que vivían en una isla. Debían salir a buscar alimentos, luchando contra la corriente del agua sobre las calles. Tal como en la narración que seguía leyendo, pasaban grandes trozos de madera arrastrados por el torrente del río. La única forma de comunicación que tenían eran radios de baterías porque todos los servicios estaban interrumpidos. Oían de la ayuda que se entregaba a determinada hora y lugar. Sintió un ligero erizar de piel por los recuerdos que representaban esas imágenes. Continuó la lectura. Concluyó el cuento. Inició uno nuevo. Encontró entonces que en realidad había una conexión de su pasado ligada a este libro. Figuró de nuevo aquella mujer delgada, de cabellera oscura y lacia en prendas de seda blanca. Llegó al momento climático una vez más como hace muchos años atrás pero esta vez nada lo interrumpió y conoció el origen de los males de aquella mujer. Algunas gotas de sangre sobre el almohadón eran la respuesta a todo. Se quedó pasmado. Suspiró inintencionadamente. Mérida había sido desenterrada de sus recuerdos.
***
Desde la última vez que recordó a Mérida, comenzó a buscar en muchos lugares a todos los que habían estado presentes en aquel incidente mientras se contaba un cuento. Encontró a muchos, pero seguía faltando alguien. El tiempo se había encargado de enterrar una persona de los recuerdos de todos porque nadie recordaba a Mérida. Le mostraron fotografías para corroborar que en realidad nunca había sido parte de su grupo pero algo muy dentro de sí le decía que no estaba equivocado. Ella estaba ahí. Él la miraba todas las mañanas y solía saludarle de lejos porque no creía poder sostener la mirada frente a ella. Su búsqueda y su esperanza por encontrarla eran un fracaso. Tal vez era cierto. Tal vez nunca existió tal persona y era una mezcla de sus recuerdos, de las imágenes que él había recolectado de todas las historias que había escuchado en clase dándole la impresión de que ella era alguien real.
Un día regresó del trabajo con un hartazgo desmedido. Sentía que no le iba bien en ningún ámbito de su vida. Miraba a través de los cristales. Su departamento tenía un pequeño balcón en el que había colocado un par de macetas. Siempre que despertaba, salía a verlas y el rocío que aparecía sobre las hojas de las plantas le evocaba recuerdos del lugar donde había nacido. Ahora estaba muy lejos. Volvió la mirada de nuevo dentro de su departamento. Se mostraba pensativo. Unas horas más tarde, ya tenía un plan para el hartazgo que le había estado sofocando en los últimos meses. Lo resolvería al siguiente día.
Sentado en una sala de aeropuerto, comenzaba a sentir remordimiento por la decisión que había tomado. Había decidido muy pronto, quizá. Estaba en camino a desmitificarse él mismo. Con el anuncio de su vuelo sintió que se alejaba de todo lo que algún día quiso, de sus sueños, de sus conocidos. Intentaba convencerse, al mismo tiempo, de que había sido una decisión sensata. Abordó su avión buscando probarse que todo estaría mejor una vez que se estableciera nuevamente y comenzara el correr de los días.
Su nueva vida le gustaba. Notó que sus ganas estaban renovadas. Tuvo esa sensación por algunos años hasta el día que decidió viajar a Mexicali. La ciudad le agradaba pero en temporadas calurosas su ánimo se despedazaba. Fue en esa ciudad donde tuvo la visión de haber visto nuevamente a Mérida. La vio llevando a un adolescente y a su lado un hombre la acompañaba. La vio radiante, como nunca la imaginó. Pero desechó la idea de que fuera ella. Fue tan breve el instante que reconsideró su idea sobre esa mujer. Quizá había sido sólo una añoranza por ver a Mérida otra vez. Pasaron meses antes de que decidiera a residir permanentemente ahí. Tenía todo do que consideraba necesario. Mexicali fue una ciudad bondadosa. Por invitación de unos colegas, llegó al centro de convenciones para una conferencia inaugural. Desde el estrado vio la multitud. En segunda fila del auditorio vio al hombre y a la mujer que llevaban al adolescente meses atrás. Sostuvo la mirada por unos segundos. Era ella y posiblemente su esposo. Comenzó la charla. Meses después, la vida le dio la oportunidad de hablar con Mérida. Su esposo y su hijo la acompañaban. Él alivió su estado pero siguió releyendo a Quiroga quien, con sus cuentos, le evocaba muy a menudo un pasado glorioso.
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