Negra y La Guaya

Negra y La Guaya


Mis recuerdos sobre aquella guaya no están muy claros. La existencia de ella era de tiempos muy anteriores a mi llegada por aquellos rumbos. Lo más antiguo que recuerdo es el nombre de Negra. Cuando estaba en segundo o tercer año de primaria aquel nombre comenzaba a sonar. Pero recuerdo perfectamente bien que fue hasta cuarto año cuando Negra era un referente que continúa todavía rondando en mi cabeza. Ella era una mujer de avanzada edad; tal vez había vivido unos setenta años para aquel entonces. Era típico encontrarla por las mañanas en su pequeña tienda donde muchos de los niños que pasábamos por ahí la frecuentábamos acaso para pedir un licuado frío en las mañanas de primavera, por los tiempos de mayo, cuando el calor era insoportable. Era una vieja con un carácter fuerte. Algunos de nosotros le temíamos por los altercados que algunos de nuestros compañeros habían tenido con ella. Lo más impactante de aquellos encuentros agresivos que recuerdo fue la ocasión en que su nieto, por haber tirado su manzana y después de que ella le sugirió lavarla, le respondió que no se comería la fruta. El golpe que aquel puero recibió me dejó perplejo por un instante pero recobré la cordura y volteé inmediatamente.

Cerca de la casa de Negra, había dos hermanos inquietos con los que el nieto, yo y otros niños nos reuníamos por las tardes para echar la cáscara sobre la calle frente a la escuela. Allí pasábamos largas horas pateando la pelota, pero de vez en cuando, también jugábamos otros juegos como la agarrada, carreritas o, cuando comenzaba a oscurecer, escondidas. Fue en ese entonces cuando comenzamos a conocer los rincones más recónditos de las casas circundantes. Así fue como entré en la casa de Negra y por primera vez rocé con mis manos la corteza de aquel entrañable árbol. El color en algunas partes era blancuzco pero en su mayoría café y la textura algo lisa. La frondosidad de aquel gigante oscurecía gran parte de la casa. Y fue detrás de alguna de sus ramas que me escondí en repetidas ocasiones sin que los demás pudieran encontrarme. La casa era de gran tamaño, pero sin duda alguna, no había lugar más preferido por mí que aquella guaya.

En verano, recuerdo que todos, estando libres, pasábamos mucho tiempo juntos. Un año, no recuerdo cuándo, Negra no estaba y tampoco estaba el nieto. Los que quedamos, irrumpimos en casa de Negra uno de esos días. José, uno de los hermanos inquietos con los que jugábamos, descubrió que la puerta principal que daba acceso a la sala estaba entreabierta pero no abierta completamente. Parecía que alguien había intentado entrar en la casa y no precisamente utilizando la llave que abría la cerradura. La curiosidad de José lo llevó a empujar la puerta y hacer un esfuerzo por introducir su brazo para poder abrir y lo logró. Todos acudimos al llamado para saber qué había allí dentro. A decir verdad, no todos estábamos de acuerdo en entrar como lo sugería José pero a fin de cuentas, cinco de nosotros habíamos decidido traspasar el umbral. Anduvimos de cuarto en cuarto, conociendo lo que había en el interior pero nada nos llamaba la atención. Estuvimos unos cuantos minutos, pero, en una situación de temor se hicieron una eternidad. José salió al final con un cofre pequeño, en su interior, unas pequeñas monedas doradas apenas brillaban. En ese momento todos creímos que era oro y que José debía regresarlas pero no accedió a hacerlo. Diez años después supe que aquello eran unas arras. Nunca tuvieron valor económico pero para nosotros, José era millonario con todo aquello.

Pasaron más de tres veranos desde aquella vez que irrumpimos en casa de Negra y ninguno de nosotros supo que había pasado con ella y con el nieto. Algunos dijeron que había sufrido una enfermedad y que había sido internada en un hospital psiquiátrico. Las plantas de su jardín empezaron a crecer desmedidamente y fueron convirtiendo el lugar en un espacio un tanto lúgubre, oscuro y desolado. La guaya, sin embargo, continuaba allí, siempre frondosa y llena de retoños nuevos en sus ramas. Nosotros también abandonamos la casa después de lo que escuchamos. Sólo la veíamos desde afuera y de vez en cuando, nos reuníamos los que quedábamos en ese entonces para recordar las tardes que solíamos pasar jugando dentro de la casa aquel verano en que Negra había partido con el nieto en un viaje sin regreso.

Casi al final de aquel tercer año de ausencia, me sorprendió ver que la reja de la casa estaba abierta y que un grupo de hombres cortaba ramas y limpiaban el jardín. En el corredor, noté la silueta de una anciana con trenzas que barría. Se iluminó mi cara con una sonrisa porque eso suponía diversión nuevamente. Esperé que el nieto estuviera con ella y de ese modo volviéramos a estar en bola jugando dentro y fuera de la casa cuidándonos de no ser sorprendidos por Negra y evitar los regaños o los golpes. Sin embargo, me decepcionó saber que aquella silueta había sido sólo una visión mía. Sólo los hombres se encontraban haciendo limpieza. Algunos meses después, aquella casa tenía una apariencia distinta. Nadie más vivía ahí. El lugar fue puesto en renta y se fundó una institución de salud. Todo era extraño, yo tenía tantos recuerdos de ese lugar, pero ya no era el lugar de mis recuerdos de infancia. Aquellos hermanos traviesos habían migrado, otros se hicieron cargo de trabajos en sus casas y yo me encontraba matriculado en una escuela nueva. Aquel lugar ya no tenía sentido.

Me distancié varios años de aquel lugar, pero de vez en cuando pasaba y tan sólo para contemplar la guaya todavía frondosa y con ese verde característico de los árboles de su especie. Coincidentemente, un día llegué por cuestiones de salud a aquel lugar otra vez. El interior no era el que recordaba cuando, hacía muchos años, habíamos irrumpido todos los infantes de aquella época. El lugar estaba iluminado y la distribución de muebles era completamente diferente. Y para no olvidarme de aquel árbol, regresé a sus raíces, toqué su tronco, sentí aquella textura lisa y recordé también el color café y blancuzco en algunas partes de éste. Me tocó visitarlo en primavera, cuando sus frutos eran abundantes e intenté subir a la azotea de la casa pero no me lo permitieron los dueños actuales. Entonces sentí nostalgia de no poder cortar, de las ramas más cercanas a mis manos, aquella fruta redonda que cubre con una delgada cubierta la pulpa gelatinosa color salmón del fruto, de la guaya. Extrañé entonces el sabor agridulce de la frutita, la sensación de quitar toda la pulpa de la semilla redonda y la imagen de los dientes marcados alrededor de la misma. No volví a estar cerca de ese árbol por muchos años de nuevo.

Hace algunos meses, después de más de una década de ausencia de mi pueblo, regresé a caminar las calles que me vieron cuando era niño. Recorrí pasajes que ahora estaban completamente modificados pero que mis recuerdos todavía dibujaban con mucha precisión. Como era de esperarse, quise regresar a aquel lugar donde vi por primera vez al árbol de guaya y quise visitarlo para contarle sobre mis viajes y mis experiencias lejos de él. Cuando estuve frente a aquella casa vieja, me sorprendieron tres cosas: ver la casa nuevamente descuidada, advertir que el local en el que Negra tenía su tienda se había convertido ahora en el departamento de policías de tránsito y, quizá el hecho que me partió el corazón, saber que la guaya había sido talada. De ella no quedó nada. La casa hoy tiene más espacio, los rayos de sol penetran por las ventanas de manera más directa. En mi cabeza sólo quedan recuerdos de una vieja enojona y de un árbol viejo llamado guaya que posiblemente le esté dando sombra a Negra allá en el cielo.

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